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No hay muchas personas que puedan decir que han visto pasar una parte importante de la historia del siglo XX ante sus ojos. O casi por encima, aplastándolas. Marita Ilona Lorenz es una de ellas. Nació en Alemania en 1939, 75 días antes de que Hitler invadiera Polonia. De niña sobrevivió al campo de concentración de Bergen- Belsen. Poco después de la liberación, a los siete años, fue violada por un sargento de las tropas de ocupación estadounidenses. En 1959, cuando tenía 19 años, conoció a Fidel Castro en La Habana, a bordo del barco de su padre. Se convirtió en su amante. Embarazada de varios meses, la sometieron a un aborto del que en parte culpó a Fidel. Lo que permitió que la CIA y el FBI la empujaran a participar en la Operación 40, la trama gubernamental que intentó, en vano, derrocar a Castro. La enviaron de vuelta a La Habana para asesinarlo, pero fue incapaz de hacerlo: seguía enamorada de él. Poco después tuvo una relación en Miami con Marcos Pérez Jiménez, el dictador venezolano, de la que nació una hija, Mónica. Años más tarde, en noviembre de 1963, viajó de Miami a Dallas en un convoy del que formaban parte Frank Sturgis, años después detenido en el Watergate, y un hombre que ella conoció como Ozzie, y que no era otro que Lee Harvey Oswald, acusado del magnicidio de John F. Kennedy. Fue party girl con la mafia neoyorquina, de donde salieron algunos de sus amantes. Se casó y tuvo un hijo, Mark, con un hombre que espiaba a diplomáticos del bloque soviético, misión a la que se sumó. Cuando antes de testificar ante el Congreso Sturgis desveló públicamente en la prensa quién era su mundo empezó a desmoronarse. La historia de Marita tiene luces y sombras. Está construida con recuerdos que ocasionalmente se enfangan en la historia oficial, la desdibujan, la cuestionan y, también, la completan. Pero sobre todo es una historia de amor y peligro. La de la espía que, por encima de todo, amó al Comandante.