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«El Village, en 1946, era lo más parecido a París en los años veinte. Los alquileres eran baratos, los restaurantes eran baratos, y yo creía que incluso la felicidad podía adquirirse a un bajo precio.» Quien habla es Anatole Broyard, joven recién emancipado, aspirante a escritor, amante del jazz, al que vemos instalarse en el pequeño barrio de Greenwich Village, abrir su librería en la calle Cornelia a la vez que ejercitaba su libido con Sheri [Sheri Martinelli], la protegida de Anaïs Nin, asistir a clases en la New School, donde Erich Fromm, Karen Horney y Meyer Shapiro debatían sobre «las nuevas tendencias del arte, el sexo y la psicosis»; y en el camino encontrarse en cafés y clubes de baile con escritores malditos como Delmore Schwartz, célebres como Dylan Thomas y otros novelistas y poetas en ciernes. Estas amenas memorias de estilo epigramático, escritas con perspicacia, elegancia y un humor ácido, nos trasladan a una época en la que Kafka era tan popular que «la gente estaba dispuesta a pagar por sus libros lo que fuese», y en la que «de no haber sido por los libros, habríamos quedado completamente a merced del sexo». Broyard rinde así homenaje a una bohemia olvidada a través de las vivencias de un joven ávido por encontrar no sólo su voz, sino también su propio espacio en un paisaje y un tiempo irrepetibles. Completa el libro el conocido ensayo de Broyard «Retrato de un hipster», publicado en 1948 en la revista The New Partisan. Precisamente, según cuenta el biógrafo James Campbell, ese mismo año y en el mismo lugar, el Village de Nueva York, dos jóvenes poetas, John Clellon Holmes y Jack Kerouak, bautizaban la Generación Beat. En el artículo, Broyard escribe una especie de necrológica del hipster y, como motivo recurrente en sus libros, mide el abismo que hay entre la máscara y el rostro que enmascara: «Pertrechado con su lenguaje y su nueva filosofía como armas ocultas, el hipster se lanzó a la conquista del mundo. Se colocó en la esquina y empezó a dirigir el tráfico de los viandantes. Su postura era inconfundible. Su rostro ù«el corte transversal de un movimiento»ù parecía congelado en la «fisionomía de la perspicacia»: los ojos entornados con aire astuto, la boca relajada hasta el extremo de una sensibilidad clara, transparente, vigilaba su entorno como un propietario suspicaz. Siempre estaba algo apartado del grupo. Con los pies bien plantados, los hombros hacia atrás, los codos recogidos, las manos pegadas a los costados, como un poste implacable en torno al cual circulaba el mundo de una manera servil.»