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Durante medio siglo fui uno de esos tipos que desean escribir pero no tienen nada que decir. Ningún tema ni ningún personaje acudieron en mi auxilio para sacarme del marasmo en que se convierte la profesión de periodista tras varios lustros de borronear cuartillas en un vano intento de ordenar el caos del día a día. Pero de repente, una tarde, al apearme de un caballo que me había regalado unas horas de felicidad, le di unas palmadas de agradecimiento en el cuello y le prometí que si algún día escribía literatura sus congéneres serían protagonistas de primer orden. Casi por la misma época, al reflexionar sobre la violenta realidad de Colombia, pensé que una forma elegante de explicarla tendría que ser proponer al lector un viaje al pasado, haciéndole ver que la ignorancia asesina y la intolerancia ciega no son fenómenos de los siglos XX y XXI sino que están afincadas en la memoria genética nacional desde hace centurias. Leí además sobre un escuadrón de caballería rebelde que, tras las guerras de independencia, deambuló por Suramérica alquilando sus lanzas al mejor postor. Escudriñé aquí y allá en busca de más pistas de tan singular historia, pero en medio de la resultante avalancha de fotocopias y versiones contradictorias, la que saltó fue la figura de Juan José Rondón, oficial de la caballería revoluciona-ria de Simón Bolívar, un hombre a carta cabal que hoy, dos siglos después, luce el más precioso trofeo que puede recibir el guerrero de alma generosa: el olvido eterno.