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Si Edward Hopper hubiera pintado hoy su famoso cuadro Nighthawks (Noctámbulos), ni el marco ni la situación serían tan diferentes, pero los tres clientes del diner estarían cada uno mirando a su móvil, para ver, leer, escribir o mandar algo a alguien, o a nadie, quizás a una inteligencia artificial. La imagen de una pareja en un restaurante, absortos cada uno en la pantalla de sus smartphones, sin departir entre sí, sin siquiera mirarse, es común en cualquiera de nuestros países. Paradójicamente, la «gran conexión» que estamos viviendo genera una «gran desconexión». La primera nos roba atención y relaciones sociales, y nos impide cultivar la indispensable solitud.La soledad, una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo. Es una condición radical e inevitable del ser humano y a la vez producto evitable de algunas de las formas de vivir que hemos generado en tiempos relativamente recientes, consecuencia indeseada de la modernidad. A diferencia del inglés, el castellano no diferencia entre loneliness y solitude por lo que aquí se propone recuperar claridad con el vocablo «solitud», para esa «retirada estratégica a sí mismo» (Ortega y Gasset), tan necesaria para la vida diaria, individual y social, y para la creación científica y artística.Pero la soledad no es una «enfermedad», menos aún una «epidemia», aunque su crecimiento afecta a la salud y al bienestar de las personas. Nunca en la historia ha vivido tanta gente sola, no únicamente por falta de medios, sino muy a menudo como opción vital. En torno a la soledad ha nacido una economía, que también tiene sus cadenas globales. Van también surgiendo relaciones con nuevas máquinas empáticas. ¿Nos sacarán de nuestra excesiva soledad? Es posible. ¿Nos devolverán nuestra solitud? Es poco probable. Se requieren nuevas relaciones sociales, saludar a los vecinos y reaprender a retirarnos en nosotros mismos.