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Pocos pintores de la escuela sevillana concitaron tanto aprecio como Nicolás Alpériz (Sevilla, 1865-1928), justo cuando se acentuaban las rivalidades entre artistas, ya desprotegidos de mecenazgos y al acecho de premios en exposiciones oficiales. Acaso por su modestia o por apartarse de la competencia cainita, Alpériz se ganó el cariño permanente de compañeros, marchantes y críticos, que lo consideraron, no obstante, como una de las figuras principales de una época compleja y cambiante, en la que aún se apreciaba la tensión entre el academicismo y la vanguardia. Su obra, que bebió de las fuentes estéticas de los maestros Eduardo Cano y José Jiménez Aranda, estuvo marcada por unos orígenes humildes ?fue sastre antes que pintor?, por la independencia creativa y por una acertada combinación de temas, entre los que se incluían composiciones históricas, retratos, ilustraciones para libros? Pero, por encima de todo ello, los contenidos que singularizaron a Alpériz fueron las escenas costumbristas ?sus intrahistorias de tono literario, protagonizadas por gente humilde, especialmente niños? y los paisajes, género que proyectó con un renovado espíritu plenairista desde Alcalá de Guadaíra, su particular locus amoenus, pueblo en el que residió durante largas temporadas y en el que la pintura se convirtió en vía de escape y supervivencia. O bien, en pura necesidad. Lo suyo, como él mismo apuntó, fue hacer «arte por pan».