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La categoría de los contratos concluidos en estado de necesidad, o bajo cierta presión ambiental, no es fácil de construir con los materiales legislativos de que actualmente disponemos en el Código Civil, si bien parece conveniente dotarla de un espacio propio en el derecho contractual futuro, diverso del que tiene la intimidación como vicio del consentimiento. No se trata, tampoco, de desempolvar la rescisión contractual por lesión, tan despreciada en nuestro ordenamiento patrio, porque el problema que se plantea no es tanto de desequilibrio en el poder negociador cuanto de uso (o abuso) de ese desequilibrio que atrofia la libertad para decidir si contratar y cómo contratar. El derecho ha de intervenir, pues, para reequilibrar estas asimetrías sociales patológicas, pero no solo a través de lo que podríamos denominar una jurisprudencia de la crisis, dejando en manos de los jueces la solución a los problemas, sino a través de una regulación dentro de la denominada teoría general del contrato que, a consecuencia de la creciente globalización en el espejo del derecho privado, no sea espacialmente divergente. Ello al margen, y sin perjuicio, de la normativa propia de protección de consumidores y usuarios; porque la tutela de cualquier sujeto débil en un contrato, más allá de la figura del consumidor, parte de la idea de cuestionar el exceso de protección que se otorga a un sujeto que, en abstracto, no existe. La categoría de los denominados vicios del consentimiento podría dar acogida a esta nueva patología contractual, por encontrarnos ante un defecto en la formación del consentimiento. La clave no es si el sujeto que ha actuado en estas circunstancias sabía lo que estaba haciendo sino cómo se engendró su intención. Lo relevante no es la existencia de unfair terms or bargains en el contrato sino de un contrato obtenido a través de un unfair bargaining.