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Si en el primer volumen de la trilogía de los dones de Mario Satz accedíamos a los secretos y pormenores del arte de los jardineros, cuyas vidas y aventuras nos mostraba "El jardinero de Chahar Bagh", en el segundo, "Los maestros músicos y la flauta encantada", seguimos con creciente interés las historias de una flauta encantada en la India, la construcción de una pirámide en Egipto con sus obreros consolados por arpistas; accedemos al Israel bíblico para oír la salmodia de los levitas en las escalinatas que conducían al templo o vemos, en el Japón del siglo XVI, la relación entre la música y los juegos del incienso. Explorados los usos y costumbres de las flores, árboles y huertos, el autor nos conduce en este libro a las vidas y obras de todos aquellos que en el tañido de una cuerda, la percusión de un tambor o el sonido de un instrumento de viento, exponen su ambición más alta: cantar la vida y, de ser posible, superar, por la música, las tristezas de la muerte. El poeta persa Hafiz cuenta que, habiendo hecho el Creador una criatura semejante a sí mismo en barro, intentó insuflarle el alma, pero como ésta se movía de aquí para allá, era inquieta, oscilante y ubicua, y se resistía a entrar en el cuerpo humano, el Hacedor mandó a llamar a los ángeles músicas para que tocaran la mejor de sus melodías y, al oírla, fascinada, el alma entró en éxtasis. Sin embargo, al constatar que su percepción acústica no era lo bastante fina como para captar aquella belleza sonora, el alma se introdujo entonces en el hombre de barro para servirse de él como concha acústica. Fue a partir de ese instante que, música mediante, cuerpo y alma enlazaron su destino del modo más armónico posible.De entre todas las artes, la música es la que está más cerca del límite de lo que puede expresarse. Penetra en lo invisible y nos conduce, con sus ritmos y melodías, a lo más hondo, a la vez que lo más inasible de nosotros mismos.