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Tiempo atrás, en un pequeño pueblo de Castilla, un niño juega en el río con el barquito de corcho que su padre construyó para él. Para el futuro hijo de la viuda. El narrador de esta extraordinaria novela, obra de madurez total de su autor, parece recelar tanto de su memoria como de su identidad, pues ninguna le ha procurado un fértil asentamiento en la realidad, según iremos sabiendo al avanzar en sus páginas. La memoria es una vibración constante, cuya inestabilidad es sospechosa. La identidad se rige por el nombre, y el narrador de Lo que escucha la lluvia vio el suyo, sí, lo vio, de niño en el grito de su madre. El narrador también desconfía de las palabras, sólo lo reconforta una: «improbable». Su resonancia le confiere una condición espectral, y con esa inconsistencia indaga en sus experiencias primordiales: en la muerte del padre, en la protección de la soledad, en construir cabañas, en el recurso de convertirse en personaje. He aquí un itinerario sinuoso por los orígenes y sus consecuencias para «pulsar una sola nota musical, pero donde prevalezca el sonido de las sinfonías nunca escritas». Como si el significado pudiera convocarse, y la literatura no fuera, en el mejor de los casos, una manera de dejarse ver para ocultarse.