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Más allá de lo que recordamos no hay nada, le dice a Félix su nieta Sunta. Y en esa necesidad de recordar se juntan los personajes de esta novela, unos personajes que ya aparecían en El color del crepúsculo y Maquis, las dos novelas anteriores de Alfons Cervera. El protagonista, en esta ocasión, es el abuelo, la mirada quieta como el paso milenario de las tortugas hacia una muerte que tendrá el color azul de una memoria machacada por los desastres de la guerra española del 36. De nuevo, en las páginas de esta novela con la que este escritor valenciano cierra la trilogía sobre su tierra, aparecen los desgarros del tiempo y sobre todo esa mezcla de horror y de belleza que ha de nutrir siempre la mejor literatura. El tiempo que dura la noche inmóvil del viejo Félix es un tiempo alquilado a la derrota, y extranjero y sentado toda la vida a la puerta de su casa en Los Yesares verá pasar por allí a los vivos y a los muertos y escuchará sus voces como si formaran parte, ellos y las voces, de un mismo territorio desterrado. Morir es cosa tuya porque eres más viejo que Matusalén y ya no te quedan años en las tripas, piensa el viejo cuando habla con su propia voz. Y también la vida es cosa suya. Y de esta novela, que se nutre, igual que las dos anteriores, de la memoria más nuestra y más imprescindible.