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En 2012, el futuro autor de La estela de Selkirk se tropezó en un café del puerto árabe de Acre, en Oriente Medio, con un ejemplar atrasado del New Yorker en el que figuraba un reportaje sobre el archipiélago de Juan Fernández, integrado por las islas de Más a Tierra y Más Afuera, conocidas hoy como Robinson Crusoe y Alejandro Selkirk, en el Pacífico Sur. Selkirk fue un pirata escocés que en el siglo xviii publicó en The Spectator la crónica de los cuatro años que pasó como náufrago en Más a Tierra. Cuando Daniel Defoe la leyó se basó en ella para escribir Robinson Crusoe. Irónicamente, Selkirk jamás puso un pie en la isla que lleva su nombre ni Defoe en la que lleva el título de su novela. En 2014, Eduardo Lago desembarcó en Más a Tierra, donde el capitán de la lancha que se había comprometido a trasladarlo a Selkirk le comunicó que no podría hacerlo, debido a restricciones portuarias de última hora. Varado en la isla, Lago investigó su historia, logrando arrancar de un marinero del archipiélago la promesa de que lo trasladaría a Selkirk si regresaba. En marzo de 2015, tras dieciséis horas de travesía en mar abierto, el autor cumplió por fin su sueño de llegar a una de las islas más remotas del orbe. El viaje literario empezó entonces, cuando concibió la idea de una novela que tendría que surgir de los distintos destinos a los que viajara, como había sucedido durante sus dos estancias en Juan Fernández. A lo largo de la década siguiente, el narrador de La estela de Selkirk se trasladó a Hydra, Lisboa, Berlín, el Báltico, Goa, Macao y la Selva Negra, rescatando de cada uno de aquellos lugares las historias destinadas a dar forma al vertiginoso arco narrativo de la novela.