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Para constituirse las sociedades están obligadas a contarse a sí mismas. Sabemos que la acción que surge de esa narración es la vida y la cultura. Desde siempre la inercia de la tarea educativa ha querido jugar el papel aglutinante de la lectura, implícita en todo este entramado vital y su correspondiente proyección histórica. Sin embargo esta experiencia lectora, entendida en el sentido más amplio posible, ha generado desde sí misma la creencia de pertenecer exclusivamente a los ámbitos de la creatividad y de la voluntad humana. Hemos creído que la liberación educativa únicamente obedecía a la luz de la razón y del conocimiento reprimiendo siempre el contacto con la caducidad, la pasión y la muerte. Los tiempos de grandes transformaciones como el nuestro permiten abrir hiatos semánticos en las creencias más arraigadas. Parece que la continuidad histórica de la educación y las diferentes formas de configurarse la ingenuidad de su optimismo han ejercido una tremenda violencia represora contra la ambivalencia y la contingencia. Explicitar la condena hermenéutica implica constatar el hecho de que leer obligatoriamente quizás no sea sin más un privilegio adscrito a nuestra condición y que la incorporación de la caducidad expulsada puede permitirnos establecer nuevas posibilidades de instalación en el mundo. La ratificación de esta ironía trágica no es la invitación al pesimismo sino al contrario; se trata de la aceptación afirmativa de lo real en su crudeza. Nuestro tiempo, al margen de los descriptivismos coyunturales, nos está permitiendo intuir el potencial crítico que implica reconocer nuestra imposibilidad de sustraernos de la contradicción. El presente ensayo está animado por tal intuición e intenta discurrir transversalmente por referencias de la sociología, la etnografía, el cine, el arte contemporáneo y la filosofía teniendo siempre como fondo los retos de la desformalización en la experiencia educativa.