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El oso Gruñito despierta de la siesta bajo un árbol con deseos de ser otra cosa: un haya frondosa, con hojas refrescantes en lugar de pelaje, una abeja que vuela por el prado y puede degustar tanta miel como le apetezca. O bien una carpa del arroyo, que siempre está jugando en el agua fresca y cuyos padres no la obligan a lavarse cuando se ensucia. Pero los intentos de Gruñito de transformarse en algo que no es no acaban de funcionar. No puede volar como una abeja y, según le explica una carpa, ser como ella supondría demasiado sacrificio. Tendría que despojarse para siempre de su pelaje y nadar desnudo en el río, dejaría de tener brazos y piernas, y le tocaría mantener los ojos abiertos en todo momento, incluso durante el sueño, sin parpadear ni una sola vez. Lo que más aterra a Gruñito, sin embargo, es la idea de quedarse sin lengua, algo que las carpas no tienen. Y es mejor poder saborear la miel, y tener brazos para abrazar a Mamá. Y estar feliz, en definitiva, de ser un oso.