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La fecha de caducidad de los bienes de consumo es la forma canónica que adopta en la modernidad tardía la idea de finitud. Conforme al modelo de los alimentos envasados y los fármacos, cualquier objeto de uso o disfrute (incluidos los exquisitamente culturales y morales, así como las identidades del propio sujeto consumidor) ha de resultar en nuestros días implacablemente perecedero. Sin embargo, para la noción contemporánea del tiempo, la aceleración general de la obsolescencia es tan sólo la mitad de la verdad. Al igual que toda época, la tardomoderna se comprende a sí misma como una confusa mezcla de inminencias, innovaciones, prórrogas y retrasos, pero, más que cualquier otro tramo histórico, el presente guarda una ingente cantidad de pasado comprimido en cada efímera novedad. Los tiempos modernos son una larguísima historia de innovaciones, pero su fase tardía está dispuesta de tal suerte que tras cada nuevo acontecimiento aceche siempre el fantasma de algún episodio pretérito (de ordinario, también moderno), agazapado a la espera de reciclaje. Los dioses de la modernidad tardía entretienen su tedio propiciando un trepidante espectáculo en el que los mortales creen vivir toda clase de novedades, acontecimientos y crisis, aunque la farsa está cuidadosamente compuesta para que, en los más variados detalles de cada escena, un ojo diestro pueda descubrir la resurrección, la imitación o la parodia de algún episodio moderno olvidado, a veces bien reciente. Sólo en los momentos de más atención logran los dioses (y no todos ellos, sino únicamente los muy perspicaces) que la agudeza visual esté a la altura de las exigencias del juego.