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¿Cómo puede permitir Dios tantas desgracias? ¿Cómo es posible seguir creyendo en él, tras las catástrofes, el sufrimiento y el fracaso que existe en el mundo? La actual reflexión teológica trata de abrir y recorrer nuevos caminos en busca de una respuesta convincente a esta serie de interrogantes que, desde que el hombre es hombre, reclaman una palabra verdadera. Tal vez como nunca, el pensamiento creyente necesita acercarse a los infortunios que padecen los humanos, pues sólo desde una teología realista y de nuevo cuño podrá superarse el mutismo ante las desgracias y sufrimientos. ¿Han de ser Dios y el sufrimiento, necesariamente, «conceptos antitéticos que ‘ningún mortal puede conciliar’? ¿Un enigma por tanto, una paradoja, un misterio perdurable? ¿O están ambos, Dios y el sufrimiento, estrechamente, quizá sorprendentemente unidos? La cruz como símbolo de la religión cristiana apunta exactamente en esa dirección: reduce Dios y sufrimiento a un denominador común. No hay aquí ni enigma sagrado ni secreto esotérico. En Jesús el Cristo, ha hablado Dios y ha contestado a las más profundas y últimas preguntas» (Werner Thiede).