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Una mujer que recuerda. Un pueblo donde, según uno de los personajes sólo se quedan a vivir la pereza y los años. Una boda que está a punto de celebrarse. Un viejo que ya ha traspasado esa edad en que sólo sentimos el miedo. Un canario que unas veces se llama Leopoldo y otras veces Trotsky. Un millón de personajes que llenan la memoria. La gente que nos quedamos a vivir en Los Yesares sólo tenemos infancia y un televisor en color, escribe la protagonista de esta novela. Y en el espacio que va de un extremo a otro de su vida descubriremos que el tiempo no es sólo aquel que la fue alimentando de recuerdos sino también el que transcurrió en su conciencia, y que la memoria se nutre tanto de lo que sucedió como de lo que pudo haber sucedido, de lo que no pasó del simple chispazo del deseo y de todo lo que se obtuvo sin saber muy bien cómo ni a qué precio. El color del crepúsculo supone la indagación más personal de Alfons Cervera en ese territorio que siempre le fue querido a un escritor: descubrir los efectos del tiempo en los pliegues, tantas veces extraños, de la memoria. Aquí regresa esa obsesión, y con ella esa otra que tiene que ver con el estilo: desnudo de toda ampulosidad, el lenguaje de esta novela bordea esa sencillez que vuelve grandes las pequeñas obsesiones.