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¿Qué pasiones o ideales mueven al ser humano y lo arrastran hasta su propia muerte? Esta parece ser la pregunta que se hace Carlos Fuentes al reflexionar acerca de la vida y la muerte de la actriz Diana Soren: tan solitaria como bella, tan fuerte como destruible, de ojos profundos, que encierra en su persona, y en el apasionado episodio erótico que vive con un escritor mexicano, los ideales de toda una generación, la de los años sesenta, cuando las ilusiones de la década se resistían a morir. En Diana o la cazadora solitaria encontramos el retrato de un ser humano que vivió en carne propia la ambigüedad de la era de la cual finalmente fue víctima, al tiempo que un reflejo del mundo intelectual de un México que despertaba tras el genocidio de Vietnam y los homicidios masivos del sesenta y ocho. Como afirma el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín: «En la búsqueda llano, insaciable y esnob de la felicidad, los personajes de Diana encuentran el paraíso de los amantes, que es la eternidad de sus momentos, y su infierno rutinario, que es la provisionalidad de su amor eterno.»