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El gran Alexandre Dumas viaja por España como ilustrado en busca de exotismo: en 1846, al sur de los Pirineos se extiende para los europeos un territorio legendario e incomprensible, un suelo en que no se apagan las cenizas de casi dos siglos de guerras contra Francia, donde un huraño posadero español reserva sus mejores cuartos y su mejor cordero al huésped inglés, y niega toda hospitalidad a esos puñeteros franceses. Pero al narrador de las intrigas cortesanas y de las guerras de dominación, al escritor de Los tres mosqueteros y de Montecristo, su fama lo precede y le abre todas las puertas. Los cicerones más dispuestos, los fandangos más reservados y las aventuras más singulares se le ofrecerán como a un testigo de privilegio; se darán corridas de toros en su honor y los empresarios teatrales le entregarán sus salas para que decida el programa. Dumas viaja en compañía de cuatro amigos, todos poetas y pintores; del pequeño Dumas, aventurero de veinte años que un día le disputará la fama literaria de su padre; y de Agua de Benjuí, alias Pierre, alias Paul, sirviente africano, beodo e irresponsable pero de lealtad ejemplar, modelo probable para el Passepartout de La vuelta al mundo en ochenta días. Hombre de acción, refinado gourmet, hijo del enciclopedismo y amigo de los príncipes, librepensador prisionero de su éxito, gigante de fuerza titánica y espíritu derrochador, amante de la caza y constructor de teatros, envía a una destinataria anónima estas cuarenta y cuatro cartas desde Madrid, Toledo, Aranjuez, Jaén, Granada, Córdoba, Sevilla y Cádiz: ¿existió Madame alguna vez o se trata de un lector imaginario? Dumas sabe que las cartas serán publicadas, como todo lo que escribe; pero el género epistolar le presta una soltura e intimidad que dan, junto al de las comarcas que visita, el retrato de él mismo, uno de los personajes más carismáticos de la cultura francesa del siglo XIX.