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Augusto Ferrán nació en julio de 1835 en Madrid y falleció en la capital en 1880. Poeta de obra singular, la huella de sus versos se percibe en la poesía posterior. Dos hechos de la vida de Ferrán le abrieron el camino hacia la lírica «popular»: un viaje formativo a Alemania, donde pudo conocer y traducir después los cantares del poeta Heinrich Heine, y la amistad con Gustavo Adolfo Bécquer, tras cuya muerte colaboró en la preparación y publicación de las Obras (1871) del ilustre poeta sevillano. Bécquer mismo había elogiado calurosamente La soledad (1861), primer libro de versos de Augusto Ferrán; la reseña de Bécquer suele acompañar como prólogo la publicación posterior de la obra del poeta madrileño, el cual se instaló en la senda de una poesía oral, tradicional y popular, una senda que había abierto Antonio de Trueba con el Libro de los cantares (1852) y que recorrieron después, en fechas cercanas, algunos poetas, entre los que cabe citar a Rosalía de Castro con sus Cantares gallegos (1863). El propio Augusto Ferrán publicó en 1871 La pereza, en la misma senda, con mayor variedad de asuntos y de métrica que La soledad. Con Bécquer y Rosalía de Castro a la cabeza, Augusto Ferrán alejó la poesía española de la grandilocuencia o afectación de cierto romanticismo y posromanticismo, inclinando la poesía hacia la brevedad, la intuición, la sugerencia, la finura en el decir y el lirismo leve y sutil. No resulta extraño, por tal motivo, el aprecio de Juan Ramón Jiménez por la lírica de Ferrán, pero sobre todo, la exploración de aquella ruta neopopular o neotradicional por poetas de la generación del 27, caso principalmente de Rafael Alberti y Federico García Lorca. La lectura de la obra de Augusto Ferrán nos sitúa, por lo tanto, en una de las vías más sugerentes y atractivas de la lírica española que siguió al romanticismo.