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En la España del siglo XVIII, en la que un campesino y un noble lo eran por designio divino, y en la que el código de vestuario era tan importante que estaba regulado por ley, impostores, suplantadores y travestidos supieron encontrar un resquicio en el orden establecido para adquirir una nueva identidad y forjar su propio destino. Pretendientes al trono, nobles impostados, falsos inquisidores, obispos fingidos y engañosos conspiradores recurrieron a la artimaña de simular ser quienes no eran, para serlo a ojos de los demás. El fenómeno de la impostura no se limita a la búsqueda del lucro personal. Muchos de estos personajes, como los espías, legitimaron su farsa en el contexto del servicio a un señor o a una causa; otros, como las mujeres disfrazadas de hombre, además de librarse de las trabas impuestas a su sexo por la sociedad patriarcal, encontraron, en algunos casos, salida a una identidad sexual incomprendida en la época. Por los márgenes de esta sociedad estamental (puntos muertos de la omnisciente mirada de Dios y del rey) se movieron los impostores, hombres y mujeres que pusieron a prueba el supuesto inmovilismo del Antiguo Régimen.